viernes, 10 de septiembre de 2010

De enanos y gigantes

Apenas se pararon los dos equipos en la cancha, no tuve duda a por cual iba. Por esas cosas maravillosas que tiene el fútbol, esos petisos de pechera amarilla por los que nos darías dos pesos me eclipsaron.

Era la final de un torneo intercolegial en Rosario. Los colegios Ovidio Lagos y Cristo Rey estaban por empezar a disputar el partido decisivo.

El viernes me confirmaron que tenía que cubrir la final. Salí bien temprano para recorrer los 400 kilómetros que separan Córdoba de la ciudad de los negros… Olmedo y Fontanarrosa.

El partido se jugaba en el predio de Renato Cesarini, esa fábrica de cracks que el indio Solari comanda.

El viento era terrible, parecía que el gigante Gulliver estaba escondido detrás de los árboles soplando a más no poder.

En ese contexto, los pibes salieron a la cancha a jugársela por la copa. Para ponerle un toque adicional, las semifinales se habían jugado esa misma mañana y el cansancio se iba a sentir.

Dos toques de los enanos del Ovidio Lagos hicieron que de la simpatía inicial que me causaron pasara a ser el fanático número uno, agarrado del alambrado.

El primer tiempo nos tocó contra los soplidos de Gulliver. Los gigantes del Cristo Rey pegaban pelotazos y con eso complicaban.

Los enanos de amarillos jugaban sus fichas a sus dos figuras, Castro (el siete) y Leguizamón (el diez). Este último quedó liquidado después de la semifinal y en la primera pelota que tocó se acalambró. No corrió más hasta que lo sacaron en el segundo tiempo. Pero verlo bajar la pelota, levantar la cabeza y tocarla por el piso daban a entender que Leguizamón entiende el fútbol.

El otro enano, Castro, nos llenó los ojos de fútbol en la ventosa mañana rosarina. Con la pelota pegada al pié apilaba grandotes de pechera roja.

El primer tiempo terminó en cero. En la segunda parte, Gulliver jugaba para nosotros.

Los del Cristo Rey se metieron atrás y los enanos salieron a comerse la cancha. Castro seguía esquivando rivales como si fueran conos y en un tiro libre... “clanck” hizo el travesaño. El cinco de los otros lo siguió todo el partido y por más que intentó no lo amedrentó al enano, que la pidió siempre.

Pasaban los minutos y el pescado sin vender.

Para colmo, Leguizamón ya había salido. Se lo llevaron entre cuatro, todo acalambrado.

Los del Cristo Rey empezaron a soltarse y el más dúctil de ellos, un rubio al que llamaban Tommy, agarró la batuta frente a un Ovidio Lagos que no podía más y sus jugadores caían uno tras otro con calambres.

A esta altura, yo había dejado un surco al costado de la cancha, de tanto ir y venir.

Hasta que llegó el minuto fatídico. El Cristo Rey la agarró de contragolpe, de izquierda hacia la derecha, su único enano dejó parado al tres de los míos y dejó mano a mano al gigante centrofoward para mandarla a guardar.

Sin piernas, acalambrados pero con un orgullo que les dolía en el alma, los enanos fueron a buscar el empate que nunca llegó. Agarrado del alambrado me acordé del Huracán de Cappa y ese partido final con los grandotes de Vélez.

El referí marcó el final y ahí nos quedamos, los enanos y yo mascando bronca entre lágrima y lágrima, mientras los gigantes festejaban.